POR UN PUÑADO DE SPONSORS

En sus orígenes, el rock fue concebido como un movimiento contestatario que no dudó en levantar la voz cuando se producían abusos, se relegaba el aspecto social o se traicionaban los valores nacionales. El caso emblemático fue la guerra de Vietnam, donde un grupo de músicos se subió a un escenario para reclamarle a su gobierno el cese de la matanza injustificada y la protesta terminó con un movimiento cultural llamado hippismo que pregonaba el amor en lugar de la guerra.
Es cierto, los años 60 fueron símbolo de rebeldía juvenil. El contexto sociopolítico ayudó a generar este clima de agitación y la música era un elemento aglutinador. Al finalizar la Segunda Guerra Mundial, quedaban sobre el tablero dos bloques hegemónicos: la URSS y Estados Unidos, dando inicio a la Guerra fría. A esto hay que sumarle hechos tales como la construcción del Muro de Berlín, el auge del Che Guevara como figura libertaria, la Revolución Cultural proletaria en China y el Mayo francés.

En la Argentina, bandas como Los Gatos, Almendra, Manal, Sui Genesis, Vox Die, apuntaron el acero de sus letras hacia la armadura del gobierno de facto. Y la nave se sacudió. Para amordazar los acordes, los artistas fueron perseguidos, encarcelados y golpeados. Sólo porque creían que algo se podía cambiar con sus letras. Eran jóvenes e ilusos y no pensaban ni siquiera en ganar dinero. Se conformaban con tener un público que los siguiera a todas partes (la expresión “yo te sigo a todos lados, siempre voy descontrolado” no fue un invento del fútbol).


¿Como se pasó de aquella ideología de clases a una facturación millonaria, que sólo patalea cuando los contratos no son redituables o la piratería amenaza su monopolio? Es algo que muchos sesudos investigadores tratan de explicar. La mayoría le apuntan a la modernidad y hacen foco en la sociedad de consumo, cuyo modelo de rockero triunfador es aquel que vive en una mansión fortificada y viaja en limusinas de vidrios polarizados.

Si se trata de echar culpas, el gran estafador del rock fue Malcolm McLaren, quien desde una ventanilla inventaba a los Sex Pixtol y en la otra vendía la ropa tajeada que vestían esos muchachos con penachos de colores y colgaban pesadas cadenas alrededor del cuello.
El concepto de merchandaising nació acaso en el año 1986, cuando los Run DMC, en un concierto gritaron “¡Rock your Adidas!” y todos lanzaron sus zapatillas al aire. Nacía de esta forma el primer acuerdo millonario entre una marca y un grupo de música. Así, las alianzas entre el ghetto de la música negra y las marcas de lujo (Nike, Mercedes Benz, Marc Jacobs, Gucci) se hicieron populares. Hasta que los gansta olfatearon el negocio y empezaron a vender sus propias colecciones de ropa.
Entre los casos más célebres están Snoop Dog, 50 Cents, Nelly, Ludacris, Ja Rule y Kanye West.
Y si en los Estados Unidos el negocio estuvo bien clarito desde un principio, en la Argentina, como ocurre en casi todos los órdenes, los arreglos se hacen a la luz de un farol. Como si fuera indigno que los autores hablen de sus ganancias, lo que cobran por musicalizar una propaganda o tocar para una determinada marca. En el país del Norte, todo el mundo sabe cuánto factura cada estrella de la música y de donde provienen sus ingresos.
Sea por el efecto Cromagnon o por falta de creatividad, el rock nacional se está hundiendo en su propio arreglo. Pero los artistas están felices porque hasta cuando se dan un chapuzón en la playa tienen un auspiciante. Y ahora, el público no va a escuchar como suena tal grupo sino a un recital con nombre de teléfono o un proveedor del servicio, en un estadio que tiene nombre de gaseosa o bien a un festival que hace referencia a una cerveza. Que la música siga sonando y el que no tenga efectivo, puede pagar con la tarjeta de un banco, que tiene importantes descuentos.

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