La sensual Edith Minturn Sedgwick lo tenía todo. Era carismática, seductora, inteligente y provenía de una familia influyente de la aristocracia norteamericana. Pero como muchas veces eso no alcanza, salió a buscar más. Corrían los años 60 y los Estados Unidos despachaba tropas a Vietnam. Los movimientos pacifistas se extendían por toda la costa de aquel país, pregonando amor, desenfreno y drogas. Edie llegó a New York en aquella época, escapando de un padre maníaco depresivo que abusó de ella durante toda su infancia. Esa apariencia de Marilyn afrancesada le abrió las puertas de la noche y también, las de su propia decadencia.
Pese a ser educada con los principios del conservadurismo más austero, la chica se paseaba en limusina de un club a otro, organizaba fiestas estrafalarias que duraban días enteros, consumiendo drogas y despilfarrando una herencia que sus antepasados habías acumulado por generaciones. Pronto dejó sus estudios para dedicarse a la actuación y el modelaje. Como Edie Sedgwick se ajustaba a los estereotipos de la belleza sesentista, empezó a posar para revistas de quinceañeras como Vogue. Al igual que Jane Shrimpton o Twiggy, era frágil, de huesos finos y rasgos aniñados.
Hasta que en una fiesta, el publicista Lester Persky le presentó a
Se los consideraba la pareja perfecta. A Warhol le fascinaba ese aire de refinamiento desinteresado que sólo poseían los nobles. Mientras ella descubría un mundo de glamour y excesos. En esta simbiosis enfermiza, Edie se cortó el pelo como él y se lo tiñó de plateado. Andy se compró las mismas camisas y así salían a divertirse. Juntos viajaron por el mundo, rodaron dieciséis filmes olvidable y las multitudes se agolpaban en las puertas de las galerías o los teatros sólo para verlos llegar. Pero un buen día el idilio llegó a su fin.
La contracara de aquel universo pop estaba encarnada en Bob Dylan, portavoz del círculo que frecuentaba el Chelsea Hotel. El odio entre bohemios y vanguardistas era categórico. Acaso para fastidiar a Warhol, el cantautor buscó la amistad de Edie y la afinidad fue inmediata. Como Andy nunca le pagó un centavo por actuar en sus películas, Dylan la convenció para que le solicitara una gratificación. Pero el artista alegaba que sus rodajes eran piezas de arte que no dejaban dinero. A todo esto, las adicciones empezaban a acorralar a Sedgwick, a quien se le hacía cada vez más difícil conseguir un proveedor para sus vicios.
La relación que deslumbró a toda una sociedad se agotaba en un año y medio de intensidad. Cansado de los incesantes reclamos de dinero y los problemas con los estupefacientes, Warhol le dio la espalda a su musa para manipular un nuevo juguete, el grupo
Por su apego a los narcóticos las grandes marcas le rescindieron su contrato. Entonces, la chica de 22 años a quien todos deseaban, se dio cuenta que había sido engañada. Nunca sería famosa, porque nadie pretendía grabar un disco con ella o contratar a una drogadicta para un papel protagónico. Buscando recuperarse volvió a la casa de sus padres, se recluyó en varias clínicas de rehabilitación, fue internada en hospitales por sobredosis. Por aquel entonces su cuerpo estaba hinchado por los estimulantes y sus pensamientos divagaban sin cesar. Cuando recordaba a la Factory lo hacía para responsabilizar a Warhol de sus adicciones. En alguno de aquellos sanatorios, conoció a Michael Post y se casó con él. A los 28 años, Edie parecía alcanzar la estabilidad emocional. Pero a los cuatro meses, su marido la encontró muerta por una sobredosis de barbitúricos.
Cuando Andy Warhol se enteró de la noticia sólo atinó a decir con voz quebradiza “que irá a pasar con todo ese dinero”, a lo que alguien le respondió “nada, porque desde años que está en banca rota” y todos acompañaron la risa forzada del hombre de pelo plateado.
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